Crónica de una noche helada entre las humeantes ruinas de Pisco
Carolina Brunstein PISCO, PERU ENVIADA ESPECIAL
El silencio es casi total. Ya no se oyen los gritos que invadían Pisco durante el día, de personas que buscaban a familiares, de rescatistas que encontraban un cuerpo o de algún vecino que advertía que una pared estaba por terminar de desplomarse. Todo es oscuridad. Cuesta adivinar por dónde avanzar. Las luces del auto apenas ayudan. Se oyen los pasos, sobre el suelo de tierra, de una docena de soldados que avanzan en grupo entre las calles angostas del centro de esta ciudad, una de las más golpeadas por el feroz terremoto que el miércoles sacudió Perú y dejó más de 500 muertos, según la cifra oficial aún provisoria. Si el escenario era desolador de día, de noche es fantasmal.
Pasada la medianoche, sólo hay luz en la Plaza de Armas, el corazón de esta ciudad que hasta hace cinco días tenía cerca de 130.000 habitantes. Un ruidoso generador alimenta dos potentes reflectores de los bomberos, que trabajan sin pausa removiendo escombros de la iglesia de San Clemente, ya un símbolo de la tragedia. Basta alejarse pocos metros de la plaza y todo se vuelve negro. Apenas se restableció algo del alumbrado en la ruta, a la entrada de la ciudad.
Quedan pocos pobladores en Pisco una vez que anochece. Sí hay cantidad de bomberos, además de los policías y militares que envió el gobierno de Alan García el sábado para reforzar la vigilancia, tras una ola de denuncias de saqueos y robos.
En las esquinas, alrededor de la plaza, se agrupan policías con uniformes verdes y armas largas. Encendieron pequeñas fogatas, para calentarse -no hay viento, pero el frío es húmedo, helado, y se hace notar después de un rato a la intemperie- y dar algo de luz. De a ratos avanzan una o dos cuadras de a diez o doce.
Asomándose por las calles laterales se ven a lo lejos otros focos. Son los que decidieron quedarse al lado de sus casas, pese a la soledad absoluta y el riesgo de derrumbes por los leves temblores que aún se sienten de a ratos.
La mayoría de los pobladores se fue de aquí. Los más afortunados a casas de familiares en Lima y otras ciudades, otros tantos a parques convertidos en albergues.
Rolando Pérez se envuelve en una frazada, sentado en una silla junto a la puerta de su casa, una de las pocas que no cayeron. "No me animo a entrar, hay rajaduras en las paredes. La estamos pasando horrorosamente mal. Esto no para de moverse, estoy aterrorizado", cuenta a Clarín. Las réplicas del sismo ya fueron más de 400, según el Instituto de Defensa Civil peruano. Y continúan.
A su lado está Luis Parodi. "Me vine para acá, mi amigo me está dando cobijo", explica. Cobijo significa una silla, una manta y compañía junto al fuego.
El humo casi tapa el olor acre de los cuerpos descompuestos.
Los cadáveres fueron enterrados. Quedan unos pocos bajo los escombros. No hay esperanzas de encontrar sobrevivientes.
Los policías y bomberos advierten a los enviados de este diario que no caminen cerca de las fachadas. Todo puede caerse en cualquier momento. Otros pasan la noche en la plaza. Los bancos de madera pintados de amarillo sobrevivieron al sacudón y allí se acurrucan, con mantas o abrigados con lo que pueden, los pobladores que pasaron de tener muy poco a no tener nada.
En un costado de la plaza, convertida en campamento de bomberos, policías y equipos de socorro médico, también se armó una suerte de altar dentro de una carpa azul. Se han recuperado, quebradas, las imágenes religiosas de la iglesia. Allí, un puñado de personas duermen, o miran hacia la nada, sentadas en sillas de plástico. Otras descansan en el suelo, con suerte sobre cartones.
De noche no se ven chicos. Están con sus familias en algunos de los siete centros que se armaron en Pisco para albergar a las familias que no tienen dónde quedarse. Es decir, casi todas: un 70% de las viviendas se destruyeron. A las que quedan en pie, nadie se atreve a entrar.
La familia Fuentes pasa otra noche en el Parque Zonal, un gran predio a unas diez cuadras de la Plaza de Armas. "Estoy acá con mi esposa, mis tres hijos y un nieto, más mis hermanas, cuñados y sobrinos. Nos han dado algo de comer pero no alcanza", cuenta Luis Fuentes, mientras toma un vaso de leche. "Los colchones los trajimos nosotros, y también algo de comida. Acá nos dan muy poco", se queja. Hay hambre en la ciudad y la ayuda que ha llegado es escasa.
De una carpa asoman dos nenes de dos o tres años. Hay cantidades de bebés y chicos de todas las edades. "Necesitamos abrigo, pañales. Aquí de noche hace mucho frío y se escucha toser a los niños. Tenemos miedo de que se enfermen", se desespera Francisca, la esposa de Luis.
Aquí, el Ejército y la Marina armaron carpas para albergar a unas 2.200 personas, explica el capitán Dante Molina. Empieza a clarear y los agentes ordenan un cargamento de leche, azúcar y atún que acaba de llegar. Apenas alcanzará para repartir entre las carpas. Decenas de vecinos se agolpan frente al portón de rejas pidiendo comida y agua. Otros corren hacia los camiones que les tiran bolsas con botellitas de gaseosa, galletas y azúcar. El silencio de la noche quedó atrás. Recomienza la pelea por conseguir algo de comer. Otro capítulo de este desastre.

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Víctimas del terremoto
Más ayuda. Los evacuados por el terremoto en Pisco reciben ayuda humanitaria, distribuida desde un camión. Los habitantes afirman que la asistencia sanitaria no alcanza y que faltan víveres.
33.200 es el número de familias afectadas por el sismo del miércoles, según Defensa Civil.
520 es la cifra oficial de víctimas fatales, aunque podría subir.
14 son las rutas dañadas por el terremoto. También quedaron afectadas 36 escuelas. Terremotos y ausencia estatal
Claudio Mario Aliscioni
Desde luego, nadie es responsable de los desastres naturales como el que afecta a Perú. Pero, cuando ocurren, actúan como enormes amplificadores de las groseras fallas que ha dejado en la región el llamado Consenso de Washington y su defensa de las políticas neoliberales. No es que esos problemas no hayan sido percibidos antes. Pero los terremotos los potencian, como si pusieran sobre ellos una enorme lupa. Un inconveniente es la inexistencia del Estado. El liberalismo lo anuló. Con el argumento de que, adelgazándolo, lo hacía mas eficaz, acabó por deshilacharlo. Lo curioso es que no solamente lo hizo inepto para atender las demandas sociales en situaciones de desastre, como la que sufren hoy los peruanos. También lo hizo inhábil para generar las cadenas de desarrollo que reclama cualquier sociedad bien constituida en la que no sólo unos pocos hacen su negocio.