Cinco días después del terremoto, el «sur chico», como llaman los peruanos a la zona siniestrada, intenta recuperar la normalidad. Difícil misión para Ica, una región devastada que no termina de contar a sus muertos y aún tiene a los vivos desperdigados en cerros. El miedo a otro temblor o a que «la ola gigante», esta vez, sea más grande y se los lleve a las profundidades del mar, les impide volver.
En torno a los 600 muertos
Sin cifras precisas sobre el número de muertos, las últimas estimaciones apuntan a que rondará los 600. Más de 80.000 personas tienen la vida arruinada y media docena de localidades están arrasadas. Con la garganta y los ojos secos por el polvo, se ha perdido la cuenta de las réplicas del seísmo. Cuatrocientos temblores dicen unos, y hasta quinientos calcula la radio, el medio de difusión exclusivo hasta el domingo, cuando, por fin, se hizo la luz en la ciudad de Ica y en algunos sectores de la de Chincha.
No corrió la misma suerte Pisco, a 300 al sur de Lima. Pisco, una ciudad famosa por su orujo de uva, estuvo en el punto de mira del epicentro. El doble cimbronazo, a 45 kilómetros de sus costas y a unos 150 de profundidad, lo sintieron en cuerpo y alma sus 130.000 habitantes. En las últimas horas, el despliegue de médicos, psicólogos y voluntarios intenta establecer un censo y levantar un muro de contención que frene el hundimiento moral de los que han sobrevivido. Españoles, norteamericanos, cubanos, brasileños... La tragedia no distingue banderas para recibir ayuda.
Desterradas las esperanzas de encontrar vida bajo los escombros, se recuerda el milagro que permitió seguir respirando a un bebé. Ocho horas después del siniestro, un vecino rescató a una criatura en la Iglesia de San Clemente. «Tuvo mucha suerte porque las construcciones en ladrillo, cuando se desploman, dejan huecos que permiten respirar, pero las de adobe, no». El bombero peruano lo explica con naturalidad. Con la misma franqueza responde por qué los cadáveres recuperados tienen el abdomen hinchado: «Las vísceras son las primeras en descomponerse, generan gases y estos provocan el abultamiento del cuerpo. Si lo atravesáramos con una aguja, estallaría y sonaría como un globo».
En San Clemente, se rescató el mayor número de cuerpos. El templo está pegado al ayuntamiento, pero, a diferencia de éste, prácticamente desapareció. Lo que no se desplomó, los bomberos tuvieron que demolerlo por seguridad. Por respeto a la historia o por amor al arte, han dejado la portada y poco más para una futura reconstrucción. Joya de la cultura pisqueña, la iglesia sufrió en tierra la desgracia que le tocó a la así llamada «catedral» de Paracas por las olas del mar. Las tres olas gigantes que siguieron al seísmo, de casi ocho grados de intensidad, se llevaron el tesoro de este balneario: el arco rocoso que unía una cúpula natural con tierra firme. Esta destrucción ha dejado huérfana a esta reserva natural, identificada con una de las culturas precolombinas más elegantes. Las telas de Paracas se caracterizan por sus colores y finos diseños.
A 15 minutos de Pisco, el hotel Paracas Libertador tuvo tiempo para evacuar a sus huéspedes antes de que el Pacífico se removiera. Matrimonios en luna de miel -alguno español- y turistas salieron despavoridos. Carlos Vallejo todavía no lo puede creer: «No tuvimos ni un solo muerto».
«Dios todavía existe»: Milagros del Río, de veintidós años, su marido y sus dos hijas, dan fe de esa existencia divina después de que pudieran resurgir de las cenizas y de los escombros. La familia entera permaneció cuatro horas sepultada entre cascotes de su casa. «Por un huequito respirábamos. Gritamos, gritamos hasta que llegó mi hermana y avisó a los vecinos. Entre todos nos sacaron. Es un milagro».
Lo cuenta en la zona de Pisco Playa, donde los desamparados pernoctan y donde las malas lenguas juraban, en falso, que había saqueos a granel.