La revuelta de los forajidos (III)
Ecuador ya no es noticia en los medios de comunicación españoles. Si hace apenas unas semanas los principales periódicos; las televisiones y las radios se hacían eco de la revuelta de los forajidos; hoy no es importante. Es más, incluso pasó desapercibido el hecho de que Ramiro González, uno de los principales protagonistas de la revuelta; presidente de la Asamblea de Quito y Prefecto de Pichincha (lo que sería el principal responsable político de la provincia donde se encuentra la capital del país), dio una conferencia el pasado viernes en el Instituto Interuniversitario de Iberoamérica de la Universidad de Salamana. Nos guste o no, América Latina sólo es noticia cuando ocurren hechos trágicos, cuando se gana una copa de fútbol o cuando la gente depone a presidentes, como el pasado 20 de abril en Ecuador.
No es la primera vez que los ecuatorianos hacen que un presidente elegido en las urnas se vaya del poder. En los últimos años, tres presidentes no terminaron su mandato, debido a diferentes tipos de Golpes de Estado, amparados en las movilizaciones ciudadanas y con serios indicios de ilegalidad. Como en febrero de 1997 contra el roldosista Abdalá Bucaram y en enero de 2000 contra el demócrata popular Jamil Mahuad, la “fuerza de la calle” ha sido decisiva para legitimar la destitución del presidente Lucio Gutiérrez por parte de 60 diputados, luego de que las Fuerzas Armadas le retiraran su apoyo y tras 27 meses de gobierno.
En estos escenarios ha sido evidente la incapacidad de los tres presidentes para gobernar y la dificultad de gran parte de la clase política para resolver los conflictos con apego a los procedimientos constitucionales. Las Fuerzas Armadas, y algunas Embajadas, han tenido capacidad de veto y han ejercido de árbitros, haciendo que la balanza finalmente perdiera el equilibrio y un sector se impusiera sobre otro. Pero, más allá de estas similitudes, las tres quiebras presentan diferencias importantes.
La primera está en que las movilizaciones que derrocaron a Gutiérrez no tuvieron como actor convocante a los partidos o a las organizaciones indígenas. Si en 1997 diversas agrupaciones partidistas, de izquierda a derecha, apoyadas por fuertes movilizaciones de la clase media quiteña y cuencana, fueron las que destituyeron a Bucaram por “incapacidad mental” (un recurso dudoso de constitucionalidad debido a la ausencia de un examen médico que así lo diagnosticara); en 2000, fue un grupo de militares de rango medio, apoyados por organizaciones indígenas, las que provocaron la caída de Mahuad. El ahora destituido presidente Gutiérrez fue uno de los protagonistas de ese levantamiento, ya que integró un efímero Triunvirato en nombre de los coroneles sublevados, junto a un indígena y un abogado guayaquileño, autodenominado representante de la sociedad civil.
En la última crisis, la gente salió a las calles sin que un partido u organización social la movilizara. Aunque algunos intentaron controlar la protesta a través de Asambleas Populares conducidas por alcaldes o prefectos (como fue el caso de Ramiro González); con el paso de los días las movilizaciones se hicieron más autónomas. Los indígenas -como fuerza organizada- estuvieron ausentes. Por el contrario, ciudadanos pertenecientes a las capas medias (la mayoría quiteños) manifestaron pacíficamente y emplearon una pequeña radio para manifestar su descontento. La Luna abrió los micrófonos a los manifestantes y los cerró a los políticos. Diferenciándose de los sectores radicales que intentaron de manera violenta monopolizar la protesta y asumiéndose como “forajidos”, al apropiarse de un calificativo despectivo utilizado por Gutiérrez contra ellos, los ciudadanos salieron a las calles y presionaron hasta que se dio la fractura constitucional.
Una segunda diferencia está en la reacción de la comunidad internacional, por ejemplo, de la Unión Europea, a instancias de Miguel Ángel Moratinos, y de la Organización de Estados Americanos, que aplicó la cláusula democrática de la Carta Interamericana que rechaza cualquier ruptura del orden democrático. A diferencia de los otros sucesos, donde no hubo un rechazo frontal a los golpes de Estado, varios países tuvieron dudas de la constitucionalidad de éste último proceso y tardaron en reconocer la designación del vicepresidente Palacio como su sucesor. Incluso la OEA envió una comisión para que “conversara con todos los sectores” y evaluara la situación, a posteriori de lo ocurrido.
Una tercera diferencia se encuentra en el tipo de acciones que estos grupos llevaron a la práctica; en el contenido y en los alcances de sus demandas. En febrero de 1997, además de la crisis económica, pesó la crítica al estilo de gobierno roldosista. Como se ha señalado en diversas oportunidades, más que una cuestión de ética (que también lo fue) era una cuestión de estética. Posiblemente, el manejo particularista estuviera extendido a gran parte de la clase política del país pero el quiteño medio no soporta el estilo burlesco, populista y demagógico de Bucaram. En enero de 2000, las razones estuvieron en el inmovilismo de Mahuad ante la situación política y económica; en el decretazo que impuso la dolarización de la economía y en la errática gestión de los feriados bancarios. El pasado 20 de abril, a diferencia de los dos anteriores, no hubo ese tipo de motivaciones. Ecuador se encuentra en una buena situación económica, debido a los bajos niveles de la tasa de inflación; al precio del barril de petróleo que alcanza los 40 dólares y al respiro que suponen las remesas que envían los ecuatorianos desde el exterior, en gran medida desde España.
La útima crisis presidencial fue por razones políticas. Los quiteños exigían el restablecimiento de la vida democrática, cansados de la manipulación de las instituciones (visto de manera clara el pasado diciembre con el cese por una mayoría oficialista de 27 de los 31 miembros de la Corte Suprema de Justicia, del Tribunal Supremo Electoral y del Tribunal Constitucional); de la gestión autoritaria del poder y de la irresponsabilidad de Gutiérrez al permitir el nombramiento de una Corte Suprema “de facto”, integrada por amigos de los perseguidos por la justicia, con la clara intención de anular los juicios por corrupción de los que estaban prófugos (como Bucaram). El regreso al país de los beneficiados con esta providencia, pero fundamentalmente, el de Abdalá Bucaram fue el detonante de las movilizaciones. Una vez más, la conjunción de la ética con la estética activaba a la gente.
A golpe de cacerolas; usando móviles e Internet; reuniéndose en asambleas barriales y al grito de “que se vayan todos”, exigieron la renuncia no sólo de un presidente o los ministros sino de toda la clase política. El malestar de la gente iba (y aún va) más allá de un presidente puntual o una gestión de gobierno específica. Los forajidos (o una parte de ellos) exigen la refundación de la República y la transformación de la democracia en otra de corte más asambleario. Si bien aún es pronto para establecer el alcance de sus protestas, sí es factible señalar una limitación a sus exigencias: la imposibilidad de gobernar sin partidos.
Bastaría con mirar a los países vecinos para tener una constatación de ello. Incluso si se revisara un poco la historia ecuatoriana nos daríamos cuenta que gran parte de su ingobernabilidad está en la dificultad para constituir gobiernos de mayoría; en un sistema electoral que es constantemente manipulado (con la creación de normas ad hoc a los intereses de la mayoría de turno); en el mal diseño de las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo; en la gran fragmentación partidista y en la presencia de diputados que cambian su posición a “golpe de billete”; en las escasas responsabilidades del Congreso en la gestión pública y en el uso (y abuso) de éste como un espacio de distribución de recursos (económicos y políticos) hacia los distritos electorales de los legisladores.
La situación es compleja. Cada vez más, la gente quiere menos a los políticos. Alfredo Palacio, el actual presidente, puede tener los mismos problemas que su antecesor Gutiérrez: gobernar sin partido, dependiendo de un Congreso fragmentado, controlado por una nueva mayoría denominada “aplanadora”, formada por partidos de derecha (PSC), de izquierda (ID) y de base indígena (MUPP-NP), que no han hecho autocrítica y que por el momento sólo pretenden afrontar la crisis depurando de diputados al Congreso, sin seguir los procedimientos estipulados para ello. Una vez más, las normas son “interpretadas” por la mayoría de turno…
A corto plazo, quedan unos escasos 20 meses para las próximas elecciones. Los partidos ya están moviendo fichas. El de Palacio será otro gobierno de transición. Pero, a largo plazo, es necesario un cambio no sólo de normas sino de actitudes, tanto de los políticos como de los ciudadanos. Es imposible que haya una transformación del país, una refundación de la República, sin respeto mutuo, desvalorizando las instituciones y sin un modelo territorial que integre en la diferencia. Sin un gran consenso nacional, Ecuador continuará el camino de los últimos años. Los ciudadanos quiteños (y algunos partidos y organizaciones sociales) creen que tienen la capacidad para quitar presidentes. Lo han hecho tres veces, ¿porqué no una vez más? Y ahí será, cuando lo que ocurre en Ecuador interese …. y sea portada de los medios españoles.
Publicado en Tribuna de Salamanca el jueves 19 de mayo de 2005.
No es la primera vez que los ecuatorianos hacen que un presidente elegido en las urnas se vaya del poder. En los últimos años, tres presidentes no terminaron su mandato, debido a diferentes tipos de Golpes de Estado, amparados en las movilizaciones ciudadanas y con serios indicios de ilegalidad. Como en febrero de 1997 contra el roldosista Abdalá Bucaram y en enero de 2000 contra el demócrata popular Jamil Mahuad, la “fuerza de la calle” ha sido decisiva para legitimar la destitución del presidente Lucio Gutiérrez por parte de 60 diputados, luego de que las Fuerzas Armadas le retiraran su apoyo y tras 27 meses de gobierno.
En estos escenarios ha sido evidente la incapacidad de los tres presidentes para gobernar y la dificultad de gran parte de la clase política para resolver los conflictos con apego a los procedimientos constitucionales. Las Fuerzas Armadas, y algunas Embajadas, han tenido capacidad de veto y han ejercido de árbitros, haciendo que la balanza finalmente perdiera el equilibrio y un sector se impusiera sobre otro. Pero, más allá de estas similitudes, las tres quiebras presentan diferencias importantes.
La primera está en que las movilizaciones que derrocaron a Gutiérrez no tuvieron como actor convocante a los partidos o a las organizaciones indígenas. Si en 1997 diversas agrupaciones partidistas, de izquierda a derecha, apoyadas por fuertes movilizaciones de la clase media quiteña y cuencana, fueron las que destituyeron a Bucaram por “incapacidad mental” (un recurso dudoso de constitucionalidad debido a la ausencia de un examen médico que así lo diagnosticara); en 2000, fue un grupo de militares de rango medio, apoyados por organizaciones indígenas, las que provocaron la caída de Mahuad. El ahora destituido presidente Gutiérrez fue uno de los protagonistas de ese levantamiento, ya que integró un efímero Triunvirato en nombre de los coroneles sublevados, junto a un indígena y un abogado guayaquileño, autodenominado representante de la sociedad civil.
En la última crisis, la gente salió a las calles sin que un partido u organización social la movilizara. Aunque algunos intentaron controlar la protesta a través de Asambleas Populares conducidas por alcaldes o prefectos (como fue el caso de Ramiro González); con el paso de los días las movilizaciones se hicieron más autónomas. Los indígenas -como fuerza organizada- estuvieron ausentes. Por el contrario, ciudadanos pertenecientes a las capas medias (la mayoría quiteños) manifestaron pacíficamente y emplearon una pequeña radio para manifestar su descontento. La Luna abrió los micrófonos a los manifestantes y los cerró a los políticos. Diferenciándose de los sectores radicales que intentaron de manera violenta monopolizar la protesta y asumiéndose como “forajidos”, al apropiarse de un calificativo despectivo utilizado por Gutiérrez contra ellos, los ciudadanos salieron a las calles y presionaron hasta que se dio la fractura constitucional.
Una segunda diferencia está en la reacción de la comunidad internacional, por ejemplo, de la Unión Europea, a instancias de Miguel Ángel Moratinos, y de la Organización de Estados Americanos, que aplicó la cláusula democrática de la Carta Interamericana que rechaza cualquier ruptura del orden democrático. A diferencia de los otros sucesos, donde no hubo un rechazo frontal a los golpes de Estado, varios países tuvieron dudas de la constitucionalidad de éste último proceso y tardaron en reconocer la designación del vicepresidente Palacio como su sucesor. Incluso la OEA envió una comisión para que “conversara con todos los sectores” y evaluara la situación, a posteriori de lo ocurrido.
Una tercera diferencia se encuentra en el tipo de acciones que estos grupos llevaron a la práctica; en el contenido y en los alcances de sus demandas. En febrero de 1997, además de la crisis económica, pesó la crítica al estilo de gobierno roldosista. Como se ha señalado en diversas oportunidades, más que una cuestión de ética (que también lo fue) era una cuestión de estética. Posiblemente, el manejo particularista estuviera extendido a gran parte de la clase política del país pero el quiteño medio no soporta el estilo burlesco, populista y demagógico de Bucaram. En enero de 2000, las razones estuvieron en el inmovilismo de Mahuad ante la situación política y económica; en el decretazo que impuso la dolarización de la economía y en la errática gestión de los feriados bancarios. El pasado 20 de abril, a diferencia de los dos anteriores, no hubo ese tipo de motivaciones. Ecuador se encuentra en una buena situación económica, debido a los bajos niveles de la tasa de inflación; al precio del barril de petróleo que alcanza los 40 dólares y al respiro que suponen las remesas que envían los ecuatorianos desde el exterior, en gran medida desde España.
La útima crisis presidencial fue por razones políticas. Los quiteños exigían el restablecimiento de la vida democrática, cansados de la manipulación de las instituciones (visto de manera clara el pasado diciembre con el cese por una mayoría oficialista de 27 de los 31 miembros de la Corte Suprema de Justicia, del Tribunal Supremo Electoral y del Tribunal Constitucional); de la gestión autoritaria del poder y de la irresponsabilidad de Gutiérrez al permitir el nombramiento de una Corte Suprema “de facto”, integrada por amigos de los perseguidos por la justicia, con la clara intención de anular los juicios por corrupción de los que estaban prófugos (como Bucaram). El regreso al país de los beneficiados con esta providencia, pero fundamentalmente, el de Abdalá Bucaram fue el detonante de las movilizaciones. Una vez más, la conjunción de la ética con la estética activaba a la gente.
A golpe de cacerolas; usando móviles e Internet; reuniéndose en asambleas barriales y al grito de “que se vayan todos”, exigieron la renuncia no sólo de un presidente o los ministros sino de toda la clase política. El malestar de la gente iba (y aún va) más allá de un presidente puntual o una gestión de gobierno específica. Los forajidos (o una parte de ellos) exigen la refundación de la República y la transformación de la democracia en otra de corte más asambleario. Si bien aún es pronto para establecer el alcance de sus protestas, sí es factible señalar una limitación a sus exigencias: la imposibilidad de gobernar sin partidos.
Bastaría con mirar a los países vecinos para tener una constatación de ello. Incluso si se revisara un poco la historia ecuatoriana nos daríamos cuenta que gran parte de su ingobernabilidad está en la dificultad para constituir gobiernos de mayoría; en un sistema electoral que es constantemente manipulado (con la creación de normas ad hoc a los intereses de la mayoría de turno); en el mal diseño de las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo; en la gran fragmentación partidista y en la presencia de diputados que cambian su posición a “golpe de billete”; en las escasas responsabilidades del Congreso en la gestión pública y en el uso (y abuso) de éste como un espacio de distribución de recursos (económicos y políticos) hacia los distritos electorales de los legisladores.
La situación es compleja. Cada vez más, la gente quiere menos a los políticos. Alfredo Palacio, el actual presidente, puede tener los mismos problemas que su antecesor Gutiérrez: gobernar sin partido, dependiendo de un Congreso fragmentado, controlado por una nueva mayoría denominada “aplanadora”, formada por partidos de derecha (PSC), de izquierda (ID) y de base indígena (MUPP-NP), que no han hecho autocrítica y que por el momento sólo pretenden afrontar la crisis depurando de diputados al Congreso, sin seguir los procedimientos estipulados para ello. Una vez más, las normas son “interpretadas” por la mayoría de turno…
A corto plazo, quedan unos escasos 20 meses para las próximas elecciones. Los partidos ya están moviendo fichas. El de Palacio será otro gobierno de transición. Pero, a largo plazo, es necesario un cambio no sólo de normas sino de actitudes, tanto de los políticos como de los ciudadanos. Es imposible que haya una transformación del país, una refundación de la República, sin respeto mutuo, desvalorizando las instituciones y sin un modelo territorial que integre en la diferencia. Sin un gran consenso nacional, Ecuador continuará el camino de los últimos años. Los ciudadanos quiteños (y algunos partidos y organizaciones sociales) creen que tienen la capacidad para quitar presidentes. Lo han hecho tres veces, ¿porqué no una vez más? Y ahí será, cuando lo que ocurre en Ecuador interese …. y sea portada de los medios españoles.
Publicado en Tribuna de Salamanca el jueves 19 de mayo de 2005.
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