La semana pasada, cuando presenté el informe sobre
Ecuador ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, expresé mi profunda
preocupación ante la grave crisis institucional que atravesaba el país
como consecuencia de las medidas ilegales adoptadas en contra del Poder
Judicial. Estos hechos suscitaron fuertes tensiones sociales que se
tradujeron en movilizaciones, un paro judicial por tiempo indeterminado y
un creciente deterioro de las condiciones de seguridad, con
enfrentamientos callejeros.
Pero la crisis se agravó cuando la nueva Corte Suprema adoptó toda una
serie de medidas de
enorme trascendencia política, como la anulación de las causas
judiciales contra los ex presidentes Bucaram, Noboa y el ex vicepresidente
Dahik, acusados de corrupción, lo que posibilitó que todos regresaran al
país.
Ecuador ha pagado muy caro la politización que contaminó sus cortes,
transformadas muchas veces en una suerte de botín político. Y ha sido
una de las principales fuentes de su crónica inestabilidad institucional.
No habrá salida de la crisis si no se resuelve el agudo problema que
envuelve a toda la Justicia. La designación de una Corte Suprema
independiente, mediante un mecanismo transparente, que garantice
probidad y solvencia de sus magistrados, es un imperativo local y una
exigencia insoslayable de la comunidad internacional para que el país
recupere el estado de derecho del que peligrosamente se ha apartado.
Teniendo en cuenta la dimensión política de la crisis institucional por
la que atraviesa el país sería recomendable la puesta en marcha urgente
de los mecanismos de concertación regional, como el Grupo Río, ante la
acefalía que sufre la OEA.
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