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OPINIÓN
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Haití, Estado nominal
La presente crisis en Haití, que los Estados Unidos tratan de solucionar de la forma que en el Departamento de Estado llaman «tirar de archivo» -vale decir de la forma rutinaria, con una intervención transitoria-, pone en evidencia, más que un nuevo capítulo de las diferencias entre el Norte y el Sur, una situación gravemente irritante y de raíces mucho más profundas que los vectores de la opinión pública se niegan a considerar en toda su crudeza y a enfocar con la sinceridad que el caso requiere. El problema se puede resumir en dos palabras: la existencia de Estados que lo son puramente de nombre y que necesitarían de especial tutela para superar su situación.

Haití no es por cierto un Estado nominal cualquiera. Se trata precisamente del decano de los Estados nominales. Fue el segundo país del continente americano, después de los Estados Unidos, en lograr su Independencia. Sus 201 años de historia independiente tras el asesinato de todos los blancos que no consiguieron huir, son el ejemplo más patente de la incoherencia y el caos. Secesiones regionalistas en un país insular, pobre y pequeño; enemistad contra sus vecinos dominicanos; rivalidad inconciliable entre mulatos y negros; despotismo que parece inherente a las situaciones de mando; megalomanía que conduce a dos jefes de facción, Dessalines y Soulouque, a proclamarse emperadores; y a otro, Henri Chistophe, a coronarse rey; el asesinato como forma de eliminar a los adversarios políticos; desórdenes callejeros y saqueo de los establecimientos comerciales como reacción popular rutinaria; magnicidios; sueltas masiva de criminales de las cárceles como medio para amedrentar a la población; incoherencia administrativa crónica en la cual no es posible deslindar lo que es fruto de la ineptitud y de la ignorancia, de lo que es efecto de la corrupción más descarada; golpes de Estado que en realidad son meras rebatiñas por el poder que se ven pronto desplazadas por otras rebatiñas por el poder. Todos los enumerados son episodios que hacen de la Historia haitiana un muestrario de desaciertos, errores y disparates de la índole que los racistas necesitan para confirmar la verdad de sus teorías de la predeterminación biológica. En efecto, ante ciertas demasías de aquel país del Caribe, se vienen a la mente las hazañas africanas de Lumunba, de Macías, de Idi Amin Dadá y del «emperador» Bokasa. Se olvida con facilidad que Haití nació de una población uniformemente negra, es verdad, pero de origen heteróclito, sin atisbos de integración social, cultural y humana y sin haber concurrido a otra escuela que el sometimiento a la esclavitud, lo cual tiene que ver más con la Historia y la Sociología que con la Biología.

Parafraseando el significado puramente topográfica del nombre de Haití, que en la lengua de los pueblos indígenas prontamente exterminados significaba «país de montañas», se podría decir que Haití es un país de montañas de carencias. Y carencias tan onerosas que convierten el curso de la Historia de aquél país en un proceso de involución. Desde la caída del régimen colonial Haití es, en efecto, un país involucionante. Un país que va de mal en peor. Incluso los escasos períodos de bonanza y de paz, lejos de suponer avance real, sólo representan etapas en las cuales la involución ha sido menos patente por la paliación de sus efectos o por el enlentecimiento de su marcha. Tal es el caso de la presidencia de Boyer (1818-1843) , de Hyppolite (1889-1896) y la sucesiva y brevísima de los generales Leconte y Auguste y del abogado Michel Oreste (1911-1914) De estos valientes protagonistas de intentos de buen gobierno, Hyppolite murió de muerte natural estando en el poder; Boyer fue derribado por una «revolución», en realidad una montonera sin sentido; Leconte pereció en una explosión que destruyó el Palacio Nacional y cuya autoría nunca fue averiguada; Auguste murió envenenado y Oreste prefirió dimitir

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